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¿Comer carne te mata?

Actualizado: 10 nov

Cuando el discurso omnívoro no defiende la nutrición, sino la costumbre.


Vivimos en una época donde el discurso sobre alimentación se volvió un campo de batalla. Ya no se trata solo de salud, sino de identidad. Lo que comemos —o dejamos de comer— se ha convertido en una declaración de principios y la carne está en el epicentro de la controversia.


Cuando alguien dice que “dejar la carne no es saludable”, ¿se está refiriendo a un análisis científico serio o está defendiendo una estructura cultural que asocia la carne con fuerza, poder y normalidad? Poner en duda la carne genera resistencia, es básicamente cuestionar la identidad omnívora: “me encanta comer carne y nunca voy a dejarla”


Es más una declaración de identidad, que un argumento en contra de lo que dice la evidencia.

Ese “nunca voy a dejarla” suena más a reacción automática de autodefensa que a una convicción informada. Cuando una idea desafía los hábitos, la reacción inmediata suele ser marcar territorio. 


​​El vegetarianismo no solo cuestiona lo que se come, sino lo que se cree. Por eso, ante la incomodidad, muchas personas se blindan.


Para la mala suerte de la resistencia, la evidencia no entiende de lealtades. Décadas de estudios a nivel poblacional muestran que una alimentación a base de alimentos de origen vegetal está asociada con un menor riesgo de enfermedades crónicas, mejor control metabólico y mayor esperanza de vida.


Entonces, ¿por qué seguimos escuchando que eliminar la carne “no es natural”?


Porque, en realidad, no estamos discutiendo nutrición, sino narrativa. Y esa narrativa —repetida en conferencias, podcasts y redes sociales— se ha vuelto tan fuerte que incluso las falacias suenan a sentido común.


“¿Comer carne te mata?” es la pregunta que plantea el Dr. Carlos Jaramillo en uno de sus videos, pero a pesar de ser un médico con posgrados en fisiología y bioquímica clínica, afirma —con total autoridad— que el vegetarianismo no previene nada, ni aporta beneficios, ni sirve para nadie, sin presentar una sola evidencia científica. 


Lo que muestra un reflejo claro de cómo opera el discurso omnívoro: con apariencia de neutralidad, pero cargado de sesgos, omisiones y emociones no dichas. En otras palabras, una postura personal.




El discurso sobre la carne: más identidad que nutrición


El discurso omnívoro no es una conversación sobre comida. Es un mecanismo de defensa cultural.


Se sostiene en la idea de que “comer de todo” es sinónimo de equilibrio, cuando en realidad es una estrategia narrativa para justificar un hábito: el consumo de carne como norma. Su fuerza no está en la evidencia, sino en la repetición. Cuanto más se repite que “necesitamos carne para vivir”, más natural parece.


En este tipo de discurso, la tradición se presenta como biología. Lo que en realidad es una costumbre heredada se convierte en argumento científico. De ahí surgen frases como “el ser humano es omnívoro por naturaleza” o “así hemos comido toda la vida”. Ambas son verdades a medias: sí, somos capaces de digerir distintos alimentos, pero eso no significa que todos sean necesarios, ni que todos sean saludables.


La trampa está en confundir posibilidad con necesidad.


Que podamos comer carne no implica que debamos hacerlo.


Todo ese discurso se sostiene, casi siempre, sobre los mismos tres pilares disfrazados de sentido común:

  1. La tradición: “Eliminar la carne es una moda”

  2. La autoridad: “Un león no se enferma de colesterol”

  3. El miedo: “Ser vegetariano no tiene ningún beneficio.”


Estos tres ejes operan de manera simultánea y juntos crean una ilusión de objetividad. Pero detrás de esa fachada, lo que predomina es la defensa emocional del hábito. No es que la persona quiera informarse: quiere reafirmar que su forma de comer está bien.


Paradójicamente, esa búsqueda de seguridad es lo que aleja a muchas personas del pensamiento crítico. Cuando se habla de vegetarianismo o veganismo, el discurso omnívoro reacciona como si se tratara de una amenaza. No analiza, se defiende.


Y ahí es donde el debate se contamina. Porque no estamos discutiendo nutrientes, sino significados. La carne no solo alimenta cuerpos: alimenta identidades.


Cortes de carne cruda y cuchillos sobre una tabla, representando el trasfondo cultural y simbólico del consumo de carne.


El caso “¿Comer carne te mata?” como ejemplo de discurso omnívoro


El video del Dr. Jaramillo, “¿La carne te mata?”, parece al inicio una pieza educativa. Comienza con una pregunta legítima —una que cualquiera podría hacerse— y promete una revisión “de lo que dice la ciencia”. Pero lo que entrega no es ciencia, sino una narrativa cuidadosamente construida para reforzar una creencia: que eliminar la carne es una mala idea.


El formato imita la estructura de una clase, pero el contenido responde a un guion emocional. Desde el minuto uno, Jaramillo deja claro que no hablará de ética ni de sostenibilidad, limitando el análisis a un solo plano: la biología individual. Esa decisión ya introduce el sesgo principal. Al excluir las dimensiones ética y ambiental, reduce un problema complejo a una cuestión de carencias nutricionales.


Luego, despliega definiciones confusas —mezclando vegetarianismo con veganismo— y se presenta como una figura de autoridad porque “fue vegetariano”. Con esa frase establece una experiencia personal convertida en argumento de autoridad: “Yo ya lo probé, no funcionó”. Es una forma sutil, pero eficaz, de invalidar a quien sí lo ha elegido como estilo de vida.


A partir de ahí, el discurso se intensifica. Habla de “riesgos”, “deficiencias” y “nutrientes imposibles de obtener sin carne”, sin citar una sola fuente científica. Generaliza con afirmaciones absolutas —“todos los vegetarianos deben suplementarse”— que no solo son falsas, sino que contradicen décadas de literatura médica.


La evidencia indica exactamente lo contrario: que una alimentación a base de alimentos de origen vegetal no solo puede cubrir todos los requerimientos nutricionales, sino que está asociada con una mejor salud metabólica y cardiovascular.


Pero el momento más revelador llega cuando Jaramillo introduce una comparación con los animales carnívoros: “Un león no se enferma de colesterol”. Esa frase es casi un símbolo del discurso omnívoro: una falacia naturalista que confunde ser parte de la naturaleza con actuar como otros animales. El hecho de que un león coma carne no convierte al ser humano en un depredador obligado. Si así fuera, también deberíamos renunciar a cocinar, usar cubiertos o desarrollar empatía.


La supuesta lección científica termina con un giro emocional: la exaltación de la carne como “superalimento”.


Un cierre más cercano al marketing que a la divulgación. Curiosamente, el video termina promoviendo su propia marca de suplementos, lo que refuerza la sospecha de que el argumento biológico era solo el vehículo para un mensaje comercial.


En resumen, el video de Jaramillo funciona como una pieza modelo del discurso omnívoro contemporáneo: usa la apariencia de objetividad para proteger una creencia cultural. Lo peligroso no es que exprese una opinión, sino que lo haga desde la autoridad médica, presentando juicios personales como si fueran conclusiones científicas.



El mito de la ciencia neutral 


Una de las frases favoritas del discurso omnívoro es: “Yo solo digo lo que dice la ciencia.”


Suena convincente, pero lo cierto es que no todo lo que se presenta como ciencia lo es.


La ciencia no es una opinión ni una anécdota personal: es un método de observación, análisis y comprobación. Y dentro de ese método existen jerarquías que definen la solidez de un hallazgo. No es lo mismo un comentario en redes basado en experiencia individual que un ensayo clínico controlado o un metaanálisis que revisa cientos de estudios.


El problema aparece cuando el discurso omnívoro usa esa palabra —“ciencia”— como un sello de autoridad, pero sin respetar los criterios que la vuelven confiable. Se citan datos fuera de contexto, se confunden correlaciones con causalidad y se omiten las limitaciones de los estudios. En otras palabras, se eligen los fragmentos que confirman una idea previa y se descartan los que la contradicen.


Décadas de investigación han mostrado de manera consistente que una alimentación a base de alimentos de origen vegetal reduce el riesgo de enfermedades crónicas y mejora la calidad de vida.


Esa evidencia no se contradice con el hecho de que existan otras formas de alimentarse; simplemente demuestra que el cuerpo humano no necesita productos de origen animal para estar sano.


Cuando alguien afirma lo contrario, no está “interpretando la ciencia” de otra manera. Está ignorando lo que la ciencia ya ha demostrado con suficiente claridad.



Qué dice realmente la evidencia


A veces parece que la evidencia científica es un misterio reservado a quienes usan bata blanca. Pero en realidad, es bastante clara. Lo que confunde no es la ciencia, sino la cantidad de voces que la interpretan según sus intereses.


Cuando se revisan los estudios con criterio —no titulares, no fragmentos aislados— el panorama es consistente: las personas que siguen una alimentación a base de alimentos de origen vegetal tienen menor riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares, hipertensión, diabetes tipo 2 y algunos tipos de cáncer, en comparación con quienes consumen carne con frecuencia.


Los resultados se repiten en distintos países, edades y niveles socioeconómicos. Investigaciones de gran escala, como el Adventist Health Study o el EPIC-Oxford, han documentado de manera sistemática los beneficios de reducir o eliminar los productos de origen animal. Y aunque las conclusiones varían en matices, la dirección es siempre la misma: una dieta con más vegetales, frutas, legumbres, cereales integrales y frutos secos se asocia con una vida más larga y más saludable.


El cuerpo humano está diseñado para adaptarse, pero también para agradecer cuando lo nutrimos con alimentos reales, ricos en fibra, antioxidantes y compuestos bioactivos que regulan la inflamación y protegen las células del daño oxidativo.


El discurso omnívoro suele minimizar estos hallazgos alegando que “todo exceso es malo” o que “lo importante es el equilibrio”. Pero ese argumento —aparentemente sensato— oculta una omisión fundamental: la evidencia no habla de equilibrios, sino de probabilidades. Y las probabilidades, en ciencia, importan.


Comer carne no es un veneno inmediato, pero su consumo frecuente sí está asociado con un mayor riesgo de enfermedad y muerte prematura. Negar eso no hace desaparecer los datos, solo evidencia un sesgo.

La ciencia no dice que todos deban ser vegetarianos. Lo que dice —y lo hace con contundencia— es que la salud humana mejora cuando los alimentos de origen vegetal ocupan el centro del plato.



Cuando la costumbre suplanta la razón


La carne no solo alimenta cuerpos: alimenta relatos.


Y cuando una costumbre se convierte en relato, cuestionarla se siente como una amenaza.


Durante generaciones, comer carne ha sido sinónimo de prosperidad, poder y normalidad. Crecer escuchando que “hay que comer carne para tener fuerza” deja una huella más profunda de lo que parece. Esa frase se repite tanto que termina pareciendo biología.


El discurso omnívoro se apoya precisamente en esa herencia emocional.


No defiende un nutriente: defiende una identidad.


Por eso, cuando alguien menciona que dejó de comer carne, la reacción inmediata suele ser defensiva, incluso en tono de broma: “entonces, ¿qué come?”. No se está cuestionando un plato, sino un orden cultural.


En esa reacción se revela algo más profundo: la costumbre se ha vuelto una forma de pertenencia. Comer carne significa “ser como los demás”, seguir el guion social que asocia el consumo con normalidad. En cambio, rechazarla se percibe como una ruptura: un gesto que descoloca porque obliga a mirar lo que preferimos no ver.


Cuando la costumbre se siente amenazada, la razón se adapta para protegerla.


Ahí es donde surgen las racionalizaciones: “El ser humano siempre ha comido carne”, “los veganos son extremistas”, “yo no podría vivir sin carne”. Son frases que, más que expresar convicciones, buscan sostener un equilibrio emocional frente a la disonancia que genera el cambio.


No se trata de juzgar a quien come carne, sino de entender cómo una práctica alimentaria puede transformarse en símbolo moral y social.


Mientras no seamos conscientes de esa dimensión, seguiremos confundiendo la necesidad biológica con el apego cultural.


Y ahí es donde el discurso omnívoro encuentra su mayor fortaleza: en hablarle al miedo de cambiar, disfrazándolo de sentido común.


Variedad de alimentos de origen vegetal frescos y coloridos, representando una alimentación a base de alimentos de origen vegetal como alternativa saludable al discurso omnívoro.


Conciencia: el antídoto al discurso


El antídoto frente al discurso omnívoro no es la confrontación, es la conciencia.


Porque una vez que se comprende cómo operan las narrativas que moldean lo que comemos, ya no hay manera de volver a mirar el plato igual.


La conciencia no impone; más bien, nos permite ver que gran parte de lo que llamamos “decisiones personales” en realidad son herencias culturales, hábitos emocionales o respuestas automáticas al entorno. Al hacerlas visibles, recuperamos el poder de elegir.


Adoptar una alimentación a base de alimentos de origen vegetal no es una moda, ni un acto de rebeldía. Es una forma de coherencia: con el cuerpo, con el planeta y con la vida que compartimos. No se trata de eliminar alimentos, sino de dejar de comer sin pensar.


Cuando se elige con conciencia, la información se convierte en herramienta, no en trinchera.


Y ahí el discurso pseudocientífico pierde su poder, porque la persona informada deja de necesitar que nadie le diga qué comer.


La nutrición consciente no pretende reemplazar una creencia por otra. Pretende devolverle a cada persona la claridad que necesita para pensar, decidir y actuar por sí misma.




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